Por Alejandro Rioseco Martínez
Abogado. Magíster en Comercio Internacional. Diplomado en Probidad y Transparencia Pública y Gestión Tributaria.
Durante siglos, los pensadores occidentales han disputado un dilema aparente: ¿orden o libertad?, ¿poder o pueblo?, ¿espada o contrato?
Locke creyó que el derecho de propiedad era el origen de la libertad. Rousseau, que la libertad surgía de someterse solo a leyes que uno mismo ha dictado. Aristóteles prefirió la virtud cívica como sostén de la polis. Y Maquiavelo… Maquiavelo simplemente asumió que, llegado el caos, el cuchillo vale más que la constitución.
Pero si algo nos enseñó Chile en estos cinco años de fiebre constituyente es que todos se equivocaron en algo esencial: el ser humano no vive en una tesis, vive en una crisis. Y cuando debe escoger entre un mal sistema que al menos funciona, y una utopía escrita con lenguaje inclusivo y tinta simbólica, elige con pragmatismo brutal: se queda con el sistema.
Chile no rechazó dos constituciones porque sea conservador. Las rechazó porque ya aprendió —a punta de trauma histórico— que la democracia no se improvisa.
En este sentido, no hay país que entienda mejor el peligro de una ideología impuesta que Chile. En 1973, la democracia dejó de ser funcional. La economía, las instituciones y el Congreso eran trincheras de una guerra sin armas visibles, pero con consecuencias materiales devastadoras.
La Junta Militar intervino no solo desde la fuerza, sino desde una convicción —equivocada o no— de restaurar la república antes de que fuese devorada por el proyecto revolucionario.
Esto no excusa las violaciones a los derechos humanos. Nunca. Pero tampoco convierte en mártir a un régimen que ya preparaba la demolición institucional por etapas.
Y, con todo, lo más paradojal es que de esa dictadura emergió una Constitución.
Perfectible, -como dicen por ahí- sí. Reformada, muchas veces. Pero que permitió elecciones, alternancia, estabilidad macroeconómica y crecimiento sostenido durante décadas. Fue esa Carta, no otra, la que organizó el retorno a la democracia. Y fue esa misma norma la que habilitó el plebiscito que derrotó a Pinochet.
La constitución que permitió su propia disolución. No hay paralelo histórico en el continente.
Sin embargo, En 2019, los custodios de la moral pública decidieron que todo lo anterior era basura.
El clamor de la calle —mezcla de frustración legítima y euforia nihilista— fue convertido en mandato divino. Y Chile, país sensato y republicano, fue empujado al abismo performativo de las asambleas constituyentes.
Lo que vino fue grotesco. Una primera propuesta que parecía redactada por un comité de poetas sin noción jurídica. Una segunda que intentó corregir con frío tecnicismo, pero olvidó la épica y quedó irremediablemente desarraigada.
Ambas fracasaron. Y no por culpa del pueblo sino por culpa de los “arquitectos”.
Chile no rechazó una nueva constitución. Rechazó el teatro, farsa, engaño, comedia y abulencia de escribir una sin saber lo que es gobernar.
Rechazó el mesianismo de quienes confunden democracia con asamblea permanente. Rechazó el oportunismo de partidos que, incapaces de gobernar en serio, quisieron gobernar por texto.
Y en eso reside su lucidez. El rechazo fue un acto de moderación en tiempos de histeria. Un retorno silencioso al sentido común.
Chile votó como si supiera que la libertad no se defiende en el papel, sino en la práctica. Que los pueblos libres no necesitan refundarse: necesitan recordar lo que ya sabían.
Pero el voto no basta. La virtud republicana no se hereda: se enseña. Y ahí está nuestra deuda más profunda. No hay autodeterminación sin ciudadanía, ni ciudadanía sin formación.
El enemigo hoy no es una constitución ni un caudillo: es la ignorancia con poder de hashtag. El pueblo chileno ha demostrado sensatez. Pero su clase dirigente, su sistema educativo y sus intelectuales aún están lejos de estar a la altura.
Si la república va a sobrevivir, no será por un nuevo proceso constituyente. Será porque entendimos que el orden y la libertad se defienden con pensamiento, no con performance.
El día que Chile dijo que no, no fue un retroceso.
Fue un acto de lucidez contra la decadencia.
Fue el pueblo adulto, y su elite infantil, en una sola urna.
Una urna que no contenía una papeleta, sino una advertencia: la república aún respira, incluso cuando quienes debían protegerla la daban por muerta.
